Un informe solicitado por la ONU confirmó que la Policía Nacional es culpable de la masacre a varios colombianos durante protestas.
Una masacre cuya responsabilidad recae en la Policía Nacional y cobró las vidas de once jóvenes en Bogotá y Soacha es la conclusión de una relatoría independiente que fue solicitada por la alcaldesa Claudia López a la ONU, para establecer lo sucedido del 9 al 11 de septiembre de 2020, en el marco de las protestas por el asesinato del abogado Javier Ordóñez en un caso de abuso policial.
Durante seis meses, un equipo interdisciplinario de siete profesionales documentó los hechos y su balance se sintetiza en una observación: “Se requería un decidido liderazgo político y operativo en los niveles nacional y distrital fundado en los derechos para evitar su concurrencia”. Esa omisión desencadenó el estremecedor capítulo que se sintetiza en el informe.
El miércoles 9 de septiembre de 2020, la Alcaldía tenía previsto un evento de su ruta de derechos humanos. Sin embargo, desde las seis de la mañana ya circulaban las imágenes del abuso policial contra el ciudadano de 43 años Javier Ordóñez, y un alto funcionario del Distrito vaticinó de inmediato en lo que se iba a convertir ese crimen:“Era obvio que se trataba de nuestro George Floyd”.
Una protesta masiva y, en respuesta, una escalada de violaciones a los derechos humanos mediante la acción violenta de agentes de la Policía encarnizados contra jóvenes de los sectores populares, “dejando ver que existe una criminalización de la pobreza por parte de la fuerza pública, de la que se desprenden acciones autoritarias e ilegales en contra de los habitantes de ciertos sectores sociales”.
En un contexto de alta tensión, durante las jornadas de protestas del 9 y 10 de septiembre, según la relatoría, se documentaron siete prácticas violentas: uso ilícito de la fuerza, violencia contra la fuerza pública, detenciones arbitrarias, violencias basadas en género, estigmatización de la protesta social, violencia contra bienes públicos y privados e impunidad.
Una jornada crítica que dejó catorce asesinatos, once como consecuencia del uso ilícito de la fuerza por parte de agentes de la Policía. Otros dos asesinatos por intervención de civiles que accionaron armas de fuego contra manifestantes y terceros. Y un caso más: el de Cristian Alberto Rodríguez Cano, que no ha sido reconocido por las autoridades como víctima en el marco de las manifestaciones del 9-S.
El informe devela aspectos desconocidos de la crisis, como el retiro de 250 gestores de diálogo y convivencia del epicentro de las manifestaciones por orden de Luis Ernesto Gómez, secretario de Gobierno, invocando razones de seguridad.
La fracasada misión de un contingente de mujeres policías que fue enviada al Comando de Atención Inmediata (CAI) de Villa Luz para tratar de aplacar la protesta en ebullición. Los desacuerdos de la alcaldesa con la Policía, que salieron a flote en el Comité Distrital de Derechos Humanos, que comenzó a deliberar a las seis de la tarde.
Cuando el Comité terminó de sesionar, a las ocho de la noche, ya habían quemado el CAI de Villa Luz y, sin que nadie interrumpiera a la alcaldesa, en hora y media, la ciudad estaba en llamas.
La alcaldesa Claudia López dio su versión a la relatoría sobre lo que vivió ese 9 de septiembre: las interinidades de la Policía ante el Comité Distrital de Derechos Humanos para explicar lo que estaba pasando, los cambios en la cadena de mando y el descontrol en el despliegue de unidades de apoyo a varios CAI de la ciudad.
Así recordó la alcaldesa López lo que empezó a constatar después de las ocho de la noche en la sede de la Mebog: “Esa noche llegaba esa solicitud para una reacción porque iban a quemar X sitio, y a los cinco minutos decían: ya lo quemaron.
Nadie alcanzaba a llegar a ningún lado. Las reacciones llegaron tarde a nueve de los diez casos. Nuestro esfuerzo era despachar bomberos y ambulancias, no tener control de los policías”.
Hacia la medianoche, los reportes en las redes sociales eran inequívocos: “Nos están matando, policías disparando”. Después de acudir a múltiples lugares y escuchar reportes de los gestores desde los hospitales, hacia la una de la madrugada, en su despacho en la Alcaldía, Claudia López constató que lo acontecido era “una matazón”.
Se los dijo a los integrantes de la relatoría: “Me demoré unas dos horas en la Alcaldía verificando y, a las tres de la mañana, publiqué mi indignación en un video. Dormí muy poco. Llegué destruida a la casa, desolada.
Era evidente que la cifra de muertos y heridos era absurda y que habían destruido la ciudad en una noche”. Después agregó: “Yo empecé a hacer investigaciones de conflicto armado en Colombia en 2005. Pero no tengo que ir a una biblioteca para saber qué significan diez muertos y 75 heridos a bala”.
La fuerza emocional de la relatoría conocida por este diario está en los testimonios.
El relato de un joven de 18 años, herido en un brazo y una pierna, que asistió a la agonía de Jáider Fonseca, su amigo de barrio, que cayó baleado cerca al parque del barrio Verbenal. La voz inédita de Manuel Acevedo, bogotano de 27 años, que acudió a la misma protesta y recibió un impacto de bala en el pectoral derecho.
Después duró cinco días en una unidad de cuidados intensivos (UCI) y cuando se despertó le dijeron que había quedado parapléjico por un disparo que impactó su columna vertebral. La dolorosa historia de María del Carmen Viuvche, empleada doméstica de 62 años y madre de tres hijos que murió arrollada por un bus del SITP, previamente tomado por un grupo de delincuentes en la calle 139 con avenida Cali.
En un esfuerzo por ir más allá del recuento de víctimas, destrozos, detenciones arbitrarias u omisiones judiciales, la relatoría dedica un espacio digno a las historias de vida de las catorce víctimas mortales del 9S.
El joven inmigrante venezolano Anthony Estrada Espinosa, quien soñaba con su propio servicio como reparador de tecnología y encontró la muerte en Soacha por la bala que disparó un patrullero, hoy procesado por homicidio y ocultamiento de pruebas, pero amparado por el beneficio de la detención domiciliaria.
Tan incierta como la muerte de Cristian Hurtado, también en Ciudad Verde, Soacha, quien salió de casa antes de las diez de la noche a ver la protesta y recibió un disparo en la cabeza. Deportista, electricista, de alma caribe.
Nunca apareció su gorra ni tampoco los testigos que prometieron volver para hablar.
El informe de la relatoría resalta como un hallazgo significativo la “víctima número 14″. Cristian Rodríguez Cano, muerto en la Calle de las Flores, del barrio Engativá Pueblo, localidad de Engativá.
Sin embargo, su nombre no aparece en los registros de los medios ni en los comunicados oficiales. Tenía 21 años, había prestado servicio militar y regresaba a casa después de jugar un partido de fútbol. Recibió un balazo en la cabeza y murió a las doce de la mañana del 11 de septiembre. Su familia no ha sido invitada a las reuniones organizadas por la Alcaldía ni tampoco a los encuentros programados por la Fiscalía.
Ha sido excluido de los reportes porque el victimario iba de civil, en el entorno de un grupo de jóvenes que había acabado de saquear un supermercado.
Cada historia es una duda, un cuestionamiento, una pregunta, como la muerte de Julián Mauricio González Fory frente al CAI de Timiza, en la localidad de Kennedy, cuando él y un grupo de amigos tocaban tambores y cantaban arengas contra el abuso policial. Su madre, Aída Fory, de 61 años, nacida en Puerto Tejada, Cauca, sabe que su memoria de ese 9 de septiembre es de impunidad y desencanto. El día que su hijo recibió un disparo en el abdomen que le salió por la espalda. Después duró tres días y tres noches reclamando su cuerpo hasta que logró que se lo entregaran por vía de tutela. Signado al olvido porque nadie quiere saber quién lo mató. Dicen que fue un desconocido, ella pide justicia y que no se diga más que él era un vándalo, porque “trabajaba de día, estudiaba de noche y descansaba uno que otro fin de semana”.
Andrés Felipe Rodríguez tenía 23 años. Vivía en Verbenal pero trabajaba en un lavadero de autos en Chapinero. Ese 9 de septiembre, salió con unos amigos a las manifestaciones. El relato es de Tintín, nombre que la relatoría reserva por razones de seguridad.
No oculta que él y Andrés estaban tirándoles piedras a la Policía. Pero súbitamente empezaron a disparar y Andrés recibió un tiro en el pecho. Tintín logró que un taxi los recogiera, pero a las dos cuadras los paró la Policía. “Bajen a ese malparido, bájelo”, fue la orden de un uniformado.
Tintín obedeció, pero luego se lo echó al hombro hasta que lo llevó a una ambulancia. “Gracias Tintín, gracias socio. Me salvó la vida”. Su cadáver duró cuatro días en Medicina Legal y después se lo llevaron a Buenavista (Córdoba).
Durante dos décadas, la familia Hernández Yara vivió a tres cuadras del CAI de Verbenal, pero tras el 9 de septiembre tuvo que irse del sector por persecución de la Policía. La Personería les aconsejó irse de la localidad, solo se movieron unas cuadras. La razón fue la muerte violenta de Cristian Camilo Hernández, joven domiciliario de 26 años que murió el 9 de septiembre y la familia se dio cuenta por televisión.
Su hermana Lina alcanzó a abrazarlo mientras agonizaba. Duró media hora abrazada a su cuerpo. “Deje de chillarle a ese vándalo, usted debe ser igual, unos ñeros”, decían los policías. Otro pasó y lo escupió. Cristian recibió un disparo en la frente y duró dos horas tirado en la calle.
Después lo echaron en una bolsa como a un animal. El CTI de la Fiscalía argumentó que fue rápido porque tenía mucho qué hacer.
Cada historia es un agravio de intimidación y miedo. Germán Smith Puentes Valero, de 25 años, quien murió desangrado en Suba Rincón. La Fiscalía probó que el patrullero que le disparó accionó su arma 21 veces, pero lo atribuyó a una crisis nerviosa.
Jáider Alexánder Fonseca tenía 17 años, fue el más joven de los asesinados. Un rebelde que según su familia merece ser recordado porque los jóvenes de Verbenal vivían intimidados por la Policía.
Distinto a Lorwan Stiwen Mendoza, que administraba un restaurante popular y murió de un balazo en Ciudad Verde, Soacha, un disparo que algunos dicen salió de la azotea de la estación. Julieth Ramírez apenas llegaba a los 19 y caminaba hacia la casa de una amiga en La Gaitana cuando recibió un balazo en el corazón.
Al lado de su pareja, Angie Paola Baquero murió cerca al CAI de Aures por un disparo en el estómago. Vidas cortas en el estrecho mundo de la arbitrariedad.
La muerte al azar de una bala perdida en medio de una borrasca social. En una protesta pública que no elige a sus víctimas. Como Freddy Mahecha, capítulo aparte en los contrastes de Colombia. Su hermana Valentina es patrullera de la Policía.
Su abuelo fue policía, varios tíos son policías. Es una familia de la institución. “Lo que quiero saber es quién dio la orden de disparar y quiénes fueron los indolentes que le negaron auxilio a mi hijo viéndolo herido”, es el reclamo del padre.
La familia Mahecha Vásquez confía en que la reparación que espera de la Policía, a la que ha servido por varias generaciones, es que reconozca que se equivocó y le diga al país “que las víctimas del 9 de septiembre no eran vándalos, sino jóvenes trabajadores llenos de sueños, como lo era Freddy”, que murió frente al CAI de Aures y no pudo convertirse en el militar que quería.
Para que los horrores no queden solo en recuerdos efímeros, la relatoría formuló recomendaciones precisas a varias instituciones para garantizar los derechos de las víctimas a la verdad, la reparación y las garantías de no repetición.
A la Policía le pidió un acto solemne de reconocimiento de responsabilidad y petición genuina de perdón por sus abusos, un gesto que aumentaría su legitimidad si es acompañado por el presidente de la República; al Congreso y al Gobierno, crear un programa de reparación integral para las víctimas de violaciones a los derechos humanos de la Policía; a la Alcaldía de Bogotá, una mesa de seguimiento sobre los hechos de violencia del 9 y 10 de septiembre y en, general, al Estado, acciones legales, educativas y de acompañamiento para garantizar, desde todos los frentes, el legítimo derecho a la protesta.
El documento —que consultó unas 450 fuentes de información y 91 entrevistas a testigos, autoridades, familiares de los fallecidos y expertos— insta a la Fiscalía a garantizar acceso a la justicia y bloqueo a la impunidad. No solo mediante medidas relacionadas con el impulso a los procesos investigativos pendientes, sino en la instrucción a funcionarios respecto al manejo de las manifestaciones de violencia basadas en género.
El cierre del documento preparado por siete profesionales con experiencia en ciencia política, antropología, periodismo, derecho penal y derechos humanos, coordinados por Carlos Alfonso Negret, exdefensor del pueblo, implora a la Fiscalía proteger a las víctimas, los testigos y los representantes en los procesos judiciales.
Redacción El Informador de Colombia