La noche del 3 de mayo será recordada como una de las más dolorosas de las protestas contra el Gobierno en Colombia. “Básicamente esto es una cacería”, dice Luna Giraldo Gallego, estudiante universitaria en la ciudad de Manizales, que ha estado documentando la represión de la policía contra sus compañeros. “Yo he salido todos los días a protestar, desde el 28 de abril, pero nada ha sido como lo de anoche”.
Desde hace poco más de una semana, la represión de la policía y militares en las calles ha sido documentada de forma aleatoria por ciudadanos como Gallego, que con sus móviles denuncian una violencia desbordada en los barrios trabajadores de las mayores capitales: Bogotá, Medellín, Manizales o Cali. La ONU y la Unión Europea han mostrado su preocupación por estos abusos.
La ciudad de Cali ha sido una de las localidades donde la represión ha sido más violenta. El 28 de abril, un policía asesinó a Marcelo Agredo Inchima, un chico deportista de 17 años que formaba parte de las protestas contra la reforma tributaria del Gobierno: después de empujar a un policía en una moto, el uniformado le disparó, y el cadáver del joven fue llevado por unos pocos transeúntes en pánico. Días después, en la noche del 2 de mayo, la policía disparó a Nicolás Guerrero, un artista de 22 años que grababa enfrentamientos entre los manifestantes y las autoridades en el norte de la ciudad.
“Yo escuché los disparos y, aunque pensé primero que la policía usaba armas de goma, en realidad era armas de fuego”, cuenta Juan David Gómez, abogado que también filmaba las protestas. “Resulta que a Nicolás le dan en la cabeza, la policía apaga la luz de las calles, y yo estaba en una gasolinera que tenía luz. El muchacho tenía la cabeza reventada. Murió a nuestros pies, a los pies de 20 o 30 personas que lo auxiliamos, y lo vimos agonizar. Es la primera vez que veo un muerto ante mis ojos”.
En Cali, todas las noches los celulares se llenan de imágenes confusas sobre los nuevos muertos por la represión policial. La noche del 3 de mayo, fue el turno de Kevin Antoni Agudelo, 22 años, estudiante universitario. El chico asistía a un evento nocturno para poner velas a los fallecidos, como Marcelo. “Él murió ahí, al parecer, le dispararon con un fusil”, dice Luis, su padre, a El PAÍS, sobre el ataque de la policía.
“Un señor lo recogió, con su novia, y en el desespero lo montaron en una moto y lo llevaron a un hospital. Pero ya había muerto”. Luis espera que la Fiscalía ahora haga un levantamiento para poder enterrarlo, pero no duda que va a poner una denuncia contra la policía por asesinar a su hijo mayor.
“Mi otro hijo está destrozado acá en la casa por lo que le hicieron a su hermano”, dice Luis entre lágrimas. “Estaban haciendo una velatón pacíficamente y si protestaron es su derecho, porque tienen derechos de pelear por un país mejor y que no les cierre la puerta”.
En esa misma noche de represión en Cali, varias decenas de policías también agredieron y dispararon sus armas contra un grupo de defensores de derechos humanos –acompañados por oficiales de la ONU– que verificaban la situación de personas detenidas en una estación de policía. A las instalaciones accedieron los delegados de la Oficina de la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos y de la Procuraduría mientras que, hacia las 20.40, los defensores esperaban su turno para ingresar cuando los policías comenzaron a increparlos y echarlos del lugar.
En torno a un centenar de agentes salieron del lugar para rodearlos. “Nos gritaban que nosotros no hacíamos nada”, relata Ana María Burgos, del Comité de Solidaridad con los Presos Políticos, y en ese momento se produjeron los primeros disparos al aire. “Nos rodean, nos pegan, me tiran al suelo… sentí miedo, temí por mi vida”, cuenta. “Nos iban a matar”, prosigue. Hubo disparos “al piso, al aire y a la humanidad de nosotros, pero nos resguardamos”.
Los defensores fueron socorridos por habitantes de la calle que sirvieron como escudos humanos y un agente los ayudó a salir huyendo del lugar.
“Condeno el ataque de policías contra un equipo de sociedad civil que estaba verificando abusos policiales en Cali. La Fiscalía debe llevar a los responsables ante la justicia”, declaró José Miguel Vivanco, director para las Américas de Human Rights Watch, sobre el incidente, que también fue condenado por la ONU.
Durante las protestas de la noche de este lunes en la ciudad de Cali murieron al menos cinco personas y otras 33 resultaron heridas según el alcalde, Jorge Iván Ospina.
La pequeña ciudad andina de Manizales también vivió momentos de terror. Luna Giraldo, la estudiante que ha documentado con sus amigos la represión, cuenta que en la noche del miércoles un grupo grande de personas hizo un plantón pacífico en una plazoleta de la Universidad de Manizales. “Como a las dos de la tarde, la policía nos empezó a rodear”, cuenta Giraldo.
Los manifestantes continuaron protestando –con cantos, bailes, pancartas– pero hacia las seis de la tarde sintieron que la tensión empezaba a aumentar: un grupo de “infiltrados” (como los estudiantes llaman a policías encubiertos) empezaron golpear vallas en la zona y “la policía usó eso como excusa para gasearlos”, cuenta Giraldo.
Rodeados de gases lacrimógenos, en medio del pánico, los manifestantes corrieron hacia los barrios de Fátima y Palermo, perseguidos por la policía, hasta que ocurrió uno de los eventos más confusos de la noche: uno de los gases lanzados por la policía entró en un autobús de transporte público, asfixiando a los ciudadanos que estaban allí sentados.
“Normalmente los gases se lanzan al suelo, pero en este caso la policía los estaba tirando hacia arriba, hacia la gente”, dice Giraldo. “En ese bus había gente de todas las edades, se empezaron a ahogar, hasta que los chicos de las protestas rompieron los vidrios del bus para que el gas saliera. Cuando la policía los vio rompiendo los vidrios, les gritaban que eran unos vándalos”. (Algunas personas del autobús fueron trasladadas a hospitales, y hasta el momento no se han reportado muertos por ese incidente)
“Los disparos, muertos y heridos en Cali y en otras ciudades, que han sido constatados por la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, son inaceptables y nos producen un hondo dolor. Esta barbarie tiene que parar”, manifestó esta mañana el sacerdote jesuita Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad surgida del acuerdo de paz que este año presentará su informe final. “Invitamos a continuar en la movilización pacífica por la convivencia y la justicia social como la mejor manera de honrar su memoria”, dijo De Roux.